Estaba en una mansión
antigua, laberíntica. Estaba en el sótano, por debajo de la tierra, eso
lo sabía aunque no había ningún indicio de ello. Pero yo lo sabía. Había
ventanas, pero de ellas nunca llegaba luz. Era como un palacio, lleno
de habitaciones que conducían a más habitaciones, a cuál más curiosa.
Descubrí una habitación, aunque primero descubrí la puerta.
Era una puerta dorada, con cristaleras. Sobre la cristalera había
grabadas notas de música y, al abrir la puerta, me di cuenta de que
estaba vieja, podrida. Las notas se descolgaban, la madera estaba
carcomida y la pintura se desquebrajada. Al entrar, descubrí la
habitación.
Estaba ricamente adornada, con hilo de oro haciendo dibujos en
las paredes. Cubiertas de polvo. Grandes cortinas colgaban de las
ventanas que no emanaban luz. Era una sala grande, llena de pianos. Me
acerqué uno a uno. Todos eran diferentes, con atriles tallados, detalles
en oro, dibujos hermosos, partituras esperando a ser tocadas... Pero al
acercarme, me daba cuenta de que estaban viejos. La pintura se caía,
faltaban teclas y trozos de madera. Parecía, igual que la puerta, que si
la tocabas, se convertiría en polvo.
Ahora me doy cuenta de que todo en el sueño era de color
naranja. Naranja, como el color de mis pesadillas. Como el cielo naranja
y sin estrellas de Madrid.
No obstante, yo no tenía miedo,
porque cuando seguí vagando por el largo pasillo te encontré. Fuimos a
descubrir las habitaciones, me querías enseñar el lugar. Entonces
reconocí en una puerta desvencijada unas notas musicales doradas que
colgaban de la madera vieja. Te dije que era la sala de música y que ya
la conocía.
Al entrar contigo y ver de nuevo uno a uno los pianos, me
gustaron. Sí, seguían siendo viejos, pero me pareció un lugar agradable
incluso te dije que aquella habitación sería donde enseñaríamos piano a
los niños. Tú dijiste que allí también aprenderían gnomo. Un idioma
antiguo en aquel universo extraño, así como el griego...
Al salir de ahí me dijiste que me enseñarías un lugar secreto.
Tu reino. Era una ventana enorme por la que entraba luz de verdad. Era
luz del sol, luz de una mañana clara de primavera. El pollo de la
ventana era una agradable sofá que invitaba a sentarse a leer. La
ventana era larga como el infinito y, ambos lados, tenía estanterías
recubiertas de libros. Libros infinitos. Más allá de lo que mi vista
lograba alcanzar. Todo era de colores: verde, rosa, azul... No había
naranja.
Me contaste al oído que aquel lugar tenían la particular de
ser un estado. No pertenecía a ningún país y a nadie más por que tú eras
su rey. Pero cuando llegamos, había alguien ocupando el sofá. Habían
invadido tu estado.
Nos alejamos de allí y anduvimos largo tiempo por las
habitaciones que volvían a tener el color de las pesadillas. Aunque yo
estaba tranquila y no sentía miedo.
Sentados frente a un
piano, los dos en la misma banqueta, tocábamos las teclas, pensativos y
tristes porque no tenías reino. Me dijiste que no me preocupara, que
tenías una idea para recuperarlo. Sólo había que quedarse cerca y,
cuando la persona que hubiera allí se marchara, podríamos ir los dos y
sería nuestro estado. Lejos de los demás, rodeados de libros y sin el
color de las pesadillas.
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