sábado, 19 de noviembre de 2011

¿Dónde dejo mis tomates?

Hace mucho que saliste de mi vida y, si te soy sincera, he pasado completamente página de ello. Muchos días ni me acuerdo de que me hubiera liado la manta a la cabeza, sin pensarlo, a tontas y alocas, por seguirte al fin del mundo, de cualquier mundo, al que quisieras llevarme. Ni siquiera sé dónde guardo esas fotos descoloridas que reflejaban mi sonrisa junto a la tuya. Porque yo era feliz con el sólo placer de estar contigo, de que llamaras a mi puerta y decidieras pasar la noche conmigo.

Recuerdo aquella noche, a las tres de la madrugada, cuando apareciste en la mirilla de mi puerta y yo, recién despertada de un sueño, te recogí en mi cama mientras tus manos arropaban de nuevo mis sueños, aquellos que yo también creía tuyos. Fue aquella noche, enredado en mis sábanas y en mi pelo, cuando dijiste medio borracho que nos fuéramos a París, y me abrazaras fuerte, como si temieras que fuera a desvanecerme o marcharme sin más.

(...)

Recuerdo... para qué engañarnos, recuerdo cada segundo que pasé contigo, cada palabra y caricia que me regalaste, cada sonrisa de niño que me derretía y que me hacía idear locuras más allá de ese presente imperfecto que vivíamos, deseando que cada momento que pasaba contigo fuera el más perfecto de nuestra existencia. Hay veces en las que me siento demasiado estúpida por guardar todavía esos recuerdos llenos de polvo que seguro que tú ya has desechado y has cambiado. Recuerdos que quizás hallas vendido en una noche de borrachera por el bajo de la falda de alguien a quien le importas menos de lo que un día me importaste a mí.

Sin embargo, lo que me duele de toda esta historia es que lo que debería haber guardado de mis días contigo, sencillamente no está, se ha ido de mi cabeza como si alguien hubiera apagado un vela ahí. 

Recuerdo que siempre me decías dónde tenía que guardar los tomates porque yo siempre los guardaba mal. Pero no recuerdo dónde debía guardarlos. No recuerdo si debía guardarlos en el frigorífico o fuera de él. Recuerdo tu sorpresa e indignación al ver mis tomates en algún lugar que no consigo recordar y como me decías que ahí no debían ir. Cuando yo llegaba del supermercado, feliz con mi compra y orgullosa por tal proeza y luego tú, llegabas por la noche, con tu gorro y tu abrigo, con las manos en los bolsillos y te espantabas.

Odio no poder recordarlo, porque cada vez que saco los tomates de mi bolsa de la compra me acuerdo de ti, de tu cara de niño enfadado, con esos graciosos rizos rubios que colgaban por tu frente y los ojos azules que me acusaban con tu boca fruncida por no saber dónde guardar la verdura. Le doy vueltas y vueltas y no consigo acordarme y al final las gotas rojas del jugo que cuelgan sobre la mesa de la cocina se juntan con mis lágrimas, mientras acuso a ese pobre tomate de no saberle dar un lugar, porque no te puedo acusar a ti. Porque es mi culpa y ahora ya no sé dónde dejar mis tomates. Porque desde el día en el que me dejaste, con tu sombra en la ventana, mis tomates se tambalean de un lado para otro, de la nevera al frutero del rincón, sin saber dónde está su lugar.

1 comentario:

  1. Quizás esto resuelva tu duda http://blogs.elpais.com/el-comidista/2012/02/comida-no-guardar-nevera.html?twitter

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