En
árida llanura amarilla, cercada por un anfiteatro de montañuelas
calvas y telarañosas, iba atardeciendo muy despacio. Crepúsculo
interminable; del cielo cárdeno parecía descender lluvia de ceniza
sutil; y el sol, que detrás de los cerros se ponía, era un globo
sin calor, medio apagado, enorme, una pupila de cíclope agonizante.
Tan
doliente paisaje ofrecía los tonos secos, mitigados y polvorientos
de los antiguos tapices, y las figuras que sobre el paisaje
comenzaron a desfilar en caricaturesca procesión, de tapiz eran
también: de tapiz o de orla de códice cuatrocentista. El cuadro se
contaba en el número de los espantos que el arte ha querido agregar
a los espantos de la naturaleza.
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