Llegaste en un barca de madera, cruzando desde el otro lado del río. Yo te esperaba sobre las tablas mojadas del puerto. Me cogiste la mano y me la apretaste fuerte. Yo no me lo creía, pero en verdad estabas ahí. Aquello para lo que no estábamos preparados había ocurrido.
Me acerqué a tu butaca y me sonreíste. Entonces me dijiste al oído el que sería otro de nuestros secretos. Que aquello era un regalo, un regalo concedido para la despedida y como todo regalo debía ser disfrutado. Me pediste que riera, que gritara y cantara, que disfrutara de ese día como si fuese eterno.
Así lo hice, reí como nunca y guardé junto a ti uno de los mejores momentos de mi vida. Junto a los cientos que compartimos en vida.
Cuando llegó el momento de la despedida simplemente lo acepté, porque sabía que yo ya te había dado todo y tú a mí también. Apretabas mi mano con fuerza, tan real y tan fuerte... como tantas veces hice. Y como hice esa vez por última vez.
Entonces su mano se deslizó bajo mi tacto. Entonces te fuiste y solo quedó la paz.