Ahora estaba vestido con un traje gris de mañana, con una flor rosada en el ojal y guantes grises de piel de Suecia haciendo juego. Ella no salía de su asombro y él hizo otra gran reverencia, y le solicitó el honor de almorzar con él. La reverencia era quizás un tanto excesiva pero la imitación de buena crianza podía pasar. Lo siguió, azorada, a un espléndido restaurante, todo felpa roja, manteles blancos y aceiteras de plata, lo más diferente posible de la vieja taberna o casa de café con su piso enarenado, sus bancos de madera, sus tazones de ponche y chocolate, y sus salivaderas. A Orlando le costaba creer que fuera la misma persona. Tenía las uñas limpias; antes medían una pulgada. Tenía el mentón rasurado; antes asomaba una barba negra. Usaba gemelos de oro; antes las mangas en jirones se le metían en el caldo.
(...)
Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas.
Orlando, Virginia Woolf
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