Anoche moriste.
Te vi con mis propios ojos. Moriste delante de mí.
Estábamos hablando tranquilamente, frente a una copa de vino en la terraza de cualquier bar, como siempre. Nos alcanzó el ocaso un día más entre risas, miradas furtivas y caricias bajo la mesa.
Nos dirigimos al coche como si fuera la cosa más normal del mundo. No me importaba dónde me llevaras. No importaba qué hicieras conmigo. Con tres copas de vino ya no me importaba nada. Ni siquiera aquel anillo que nunca te quitabas. Aquel maldito anillo. Pero con tres copas de vino... ¿acaso importaba?
Nos besamos en cada semáforo, como aquellos que se besaban en cada farola.
Bajamos del coche, aún sin decir nada. Me cogiste de la mano. Te miré. Sonreíste. Sonreí. Me acariciaste la cara y me diste un beso, de nuevo en un semáforo, antes de cruzar la calle y entrar en el portal.
Estábamos en la cama, besándonos, desnudándonos, acariciándonos. Tú me susurrabas cosas al oído, yo te mordía el cuello. Y nos besábamos, como si nunca hubiésemos besado. Como si nunca hubiésemos amado.
Y en ese momento en el que yo te daba todo, en el que era tuya por completo... En ese momento vi la mueca de dolor en tu rostro, vi tu brazo paralizado, vi cómo se te escapaba la vida mientras tus ojos me decían que no pasaba nada, que hasta ahí habías llegado. Que te lo merecías.
Y yo esgrimía el puñal.
Moriste delante de mí. Te vi con mis propios ojos.