Se desplomó en el asiento del metro como si un dios cansado hubiese tirado un trapo viejo lleno de polvo. Estiró las piernas sin apoyar los pies, porque ni siquiera sentada eran capaz de sostenerla. Se miró las uñas de color rojo sobresaliendo por su sandalia blanca. "Lo peor del verano es el calor", pensó.
Llevaba despierta desde las siete de la mañana. Desde las ocho dando vueltas por toda la ciudad y hasta las once no llegaría a casa, donde no tendría que deshacer el revoltijo de sábanas que no había podido arreglar por la mañana.
Sentada en el borde de la cama, liberó los pies doloridos que a duras penas la habían llevado hasta ahí. Sin duda alguna, sus dedos estaban considerablemente más hinchados que por la mañana. Recordó que a su abuela se le solían hinchar los pies en verano.
Lanzó una rápida mirada a su mesita de noche y supuso que el desodorante para pies los refrescaría un poco. Absorta en su cansancio masajeó las plantas de sus pies. No sentía nada. Clavó una de las afiladas uñas de su manicura francesa. Nada. Observó la planta de su pie. Un enorme callo se asentaba en la base de sus dedos. Rojo y amarillo. Duro. Lo mismo en el izquierdo. Suspiró.
Se preguntó cómo habría llegado a tal extremo. Se dijo que no andaba tanto. ¿Secuelas de los zapatos de tacón? Llegó a la conclusión de que necesitaría años sin andar para que desaparecieran. Se miró la mano derecha. Al igual que el callo de su mano había desaparecido tras sus años de estudiante. Se dio cuenta de que la vejez empezaba por los pies.
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